viernes, 4 de febrero de 2011




/ LECCIONES DE FEMINISMO // ISABEL ALLENDE
En la redacción era feminista. ¿Y en casa?
Era una geisha [risas]. Servía a mi marido prácticamente de rodillas. Todas las noches escogía la ropa que él iba a ponerse al día siguiente. Le compraba los zapatos, y si no le iban bien volvía a la tienda y se los cambiaba. Para los niños, hacía la ropa. No sé de dónde sacaba tanta energía. Tenía tres empleos y en casa servía a mi familia como una esclava, a la antigua.

¿Cómo entiende el feminismo?
Para mí, nunca fue una guerra contra los hombres, sino una lucha permanente y eterna por los mismos derechos que tienen ellos. Me crié en una sociedad patriarcal y lucho porque sea justa. Las mujeres siguen siendo mutiladas, vendidas y golpeadas, se les niegan todos los derechos y en muchos casos sólo les queda la prostitución. Pero hay muchachas jóvenes, modernas y educadas que apoyan los principios del feminismo, que no se atreven a decir que son feministas. Yo tengo el honor de decir que soy feminista desde los cinco años.

Dijo usted en una ocasión que hasta los 40 años deseó ser hombre. ¿Se le ha pasado ya?
Sí, se me ha pasado porque he logrado hacer todas las cosas que pueden hacer los hombres y algunas, como tener hijos, que sólo pueden hacer las mujeres. Ya no me cambiaría por un hombre. Pero sigo pensando que la vida de un hombre es mucho más fácil que la de una mujer. En todas las partes del mundo.

¿Cómo fue su último encuentro con él?
Hubo un almuerzo en casa de Allende, nueve días antes del golpe militar. Fidel Castro le había enviado sorbete de coco, acostumbraba a enviarle sorbetes. A Allende le encantaban y no los compartía con nadie, se los comía él solito. Ese día estábamos bromeando, riendo porque él se comía su coco y todo el mundo quería cogerle una cucharadita del sorbete. De repente, la conversación derivó hacia la campaña que "El Mercurio" estaba haciendo para que Allende renunciase a la Presidencia. Allí, en un tono muy solemne, dijo: "No saldré de La Moneda sino es muerto o cuando terminé mi mandato. No voy a traicionar al pueblo". Se hizo un silencio incómodo. Como si esa declaración, tan solemne como para estar escrita en mármol, no fuese apropiada para una reunión familiar. Creo que Allende era el único de entre los presentes consciente de lo que podía suceder.

¿Qué recuerdos tiene del día del golpe?
Aquel día salí muy pronto para el trabajo. Noté que las calles estaban vacías, sólo había camiones militares. No tenía radio en el coche. "Debe ser un golpe militar", pensé, aunque no sabía realmente lo que era un golpe militar. La redacción de la revista estaba cerrada con candado. Fui a ver a un amigo, don Osvaldo Arenas, profesor en el Instituto Nacional, un colegio que estaba a pocas manzanas del Palacio de la Moneda. Allí estaba él, completamente solo, con una radio portátil. Lloraba: "¡Van a bombardear La Moneda, van a matar al presidente!". Yo le dije: "No, don Osvaldo, ¿cómo puede pensar que vayan a bombardear La Moneda?". ¡Para un chileno era un hipótesis impensable! Sin embargo, en ese mismo momento, comenzaron a pasar los aviones por encima. Subimos a la terraza y en la radio oímos la voz del presidente, despidiéndose del país con su famoso discurso: "Algún día volverán a abrirse las grandes alamedas por las que paseará el hombre libre". Vimos las bombas caer sobre La Moneda, el estruendo, la humareda. Ahí comenzó el toque de queda… 48 horas sin poder salir a la calle. Nunca imaginé que algo así pudiera pasar en Chile, un país con una democracia sólida y establecida desde hacía 160 años, conocido como "la Inglaterra de Latinoamérica". El que hubiera campos de concentración y centros de tortura por todo el país fue una revelación. La brutalidad y la violencia ya habían estado ahí, ocultas entre las sombras, pero para mí fue como despertar a una pesadilla. Mi marido, que trabajaba en el ramo de la construcción, tuvo que llevarles comida a los trabajadores aislados por el toque de queda. Íbamos lentamente en el coche, con una bandera blanca, y nos obligaron a detenernos unas 10 o 20 veces. Mientras recorríamos las calles, pude ver cadáveres, quemas de libros y a gente cubierta de sangre siendo arrastrada hasta el interior de unos camiones.

¿Qué debe hacer un hombre para agradar a una mujer?
Una cosa que toda mujer celebra y aprecia es la palabra. Que le digan al oído palabras de amor. No hay un estimulante sexual ni romántico más fuerte. El punto G está en el oído, buscarlo en cualquier otro lugar es una pérdida de tiempo. Los hombres tienden a no decir las cosas, a creer que no es necesario porque se sobrentiende. Si yo pregunto: "Willie, ¿estás a gusto conmigo?", él responde: "¡Claro, de lo contrario no estaría aquí!". Para él es lógico, sin embargo yo necesito que me lo diga. Que me diga que este vestido me queda bien. Que la comida estaba buena. Vivimos en una cultura en la que los hombres aprenden a expresarse muy poco. Todo lo que sea emocional está un poco bloqueado.

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