lunes, 28 de febrero de 2011





El toro asustado y herido 


No tengo ninguna duda de que los Sanfermines son unas fiestas salvajes, primarias, más vinculadas a la adrenalina rupestre y a la alineación de alcohol y masa, que no al sentido elaborado del ocio.


Soy una zapeadora compulsiva. Cuando estoy haciendo alguna actividad que permite, a la vez, ver la televisión -deporte al que solo le pido pasar el rato-, soy de los que reinan sobre el mando a distancia. Hace poco murió su inventor -con más de 90 años- y en casa le hicimos el homenaje pertinente. La persona que ha conseguido que el sofing no se vea perturbado por ningún deseo de cambiar de canal, es un icono de nuestros tiempos. Sin embargo, estos días, mi deporte zapeador se ha visto golpeado por la obsesiva presencia de imágenes de sanfermines, como si fuera una plaga bíblica, que ha inundado mañanas, tardes y noches con profusión de famosos con pañuelitos rojos, comentaristas improvisados y una dosis ingente de imágenes de toros corriendo enloquecidos, sin entender nada de lo que pasaba. Me he ido escapando, con cuidadosa celeridad, de cada imagen que atacaba mi serenidad veraniega, pero, como era de temer, no siempre he sido suficientemente diligente. El otro día, por ejemplo, cuando menos me lo esperaba, en un programa de tardes sin ton ni son -es decir, ideal-, entraron sin previo aviso, unas imágenes de Pamplona. Me quedé clavada, no solo por la fuerza de lo que veía, sino por la falta de piedad que respiraba todo aquello. Mientras los comentaristas reían las gracias de los corredores, y llenaban la atmósfera con todo tipo de imbecilidades verbales -a la categoría de palabra no llegaba aquello-, yo solo veía a un pobre toro caído sobre el asfalto, intentando desesperadamente ponerse derecho, excitado y asustado por un escenario de miles de personas gritando, decenas de ella a bocajarro, y con unos cuántos energúmenos picándole con palos. Era una escena de una tristeza profunda, tanto que acaba llorando allá, sola en medio de la estancia, herida por el dolor innecesario, gratuito y cruel de un animal inocente y condenado. Y todo el mundo reía, todo el mundo hablaba alegremente, la fiesta continuaba, en la televisión hacían jarana mayor, y nadie mostró ni un ápice de piedad. El animal vivo, que respiraba sus últimos tiempos de vida, condenado a morir en una plaza, rodeado de centenares de bárbaros que gozaban de su sufrimiento, no interesaba a nadie. Entonces me formulé la pregunta: ¿en qué momento, el mecanismo emotivo que nos humaniza más allá de nuestras miserias, y que nos activa la piedad, queda neutralizado a favor de un espectáculo sórdido, de una adrenalina bárbara y de una masificación de los gustos? ¿Tan extraño, heterodoxo y libertario tiene que ser un personaje, para opinar y sentir más allá de la pura masa? ¿Realmente es igual qué ser vivo muera, como muera, por qué motivo muera, si se ha decidido que eso es fiesta mayor? Me veo incapaz de entenderlo, y solo repetiré lo que decía Nietzsche: “El individuo siempre ha luchado para no ser absorbido por la tribu. Cuando lo hace, se siente solo y quizás asustado. Pero ningún precio no es suficientemente alto para al privilegio de ser uno mismo”. O, mejor aún, la famosa reflexión, cuya autoría desconozco: “Creer es más fácil que pensar. Por eso hay tantos creyentes”. La perplejidad, pues, y el dolor… me nace de ese hecho tangible: de la desactivación del sentido de la piedad, ante la tortura de un animal noble.

No tengo ninguna duda de que los Sanfermines son unas fiestas salvajes, primarias, más vinculadas a la adrenalina rupestre y a la alineación de alcohol y masa, que no al sentido elaborado del ocio. Obviamente, el color, la tradición, las músicas, la desinhibición, el ritual nocturno, hacen de esta fiesta mayor, una de las grandes, y su popularidad es la consecuencia de ello. Pero mezclarlo con la tortura a los toros, obligados a correr por calles inundadas de gente gritando, detrás de unos tipos sobrecargados de adrenalina -y, a veces, de alguna otra cosa-, con la única finalidad de llegar a una plaza donde morirán, ¿qué tiene que ver con el placer, la diversión, la alegría? La tortura es tortura, tanto si la aplica una persona, como si la jalean, aplauden y animan miles de ellas. Lo es tanto si se practica en un agujero clandestino, como si se hace ante las cámaras de televisión. Por eso mismo repito lo que he dicho y siento. Me resulta igual que sea popular y masiva. La fiesta de los sanfermines se basa en la pura testosterona, el sentido primario del poder y la tortura de los animales. El resto, es la liturgia que lo acompaña. 

Pilar Rahola
Diari Avui. Barcelona
12/07/2007 

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