lunes, 28 de febrero de 2011


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Un animal llamado hombre 
Si tuviera uno solo de esos tipos duros que suben a un caballo cargados de testosterona primitiva, excitados ante el olor a la muerte, felices de ser los portadores del dolor, si los tuviera delante, quizás sería incapaz de hacerles una sola pregunta. ¿Habrá mirado a los ojos del toro que desean lancear en una larga agonía, hasta que su cuerpo no pueda más, quebrado por los golpes?
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La Real Academia define la palabra salvaje en estos términos: "Se dice del animal que no es doméstico, y generalmente de los animales feroces". Pregunta fácil: en el caso del toro de la Vega, que es enviado a correr enloquecido, mientras decenas de lanceros lo persiguen por el monte, lo golpean brutalmente hasta la muerte y celebran su gesta como una gran fiesta, ¿quién responde a esa definición? Por supuesto, no es el pobre toro, animal pacífico cuya primera salida, en cualquier contienda, nunca es atacar, sino huir, y cuya capacidad de sufrimiento es exactamente igual a la de un ser humano. No. Sin ninguna duda, en pleno siglo XXI, cuando ya sabemos que los humanos dominamos el mundo, que somos capaces de una voracidad imparable que está acabando con los recursos del planeta, y que la grandeza de nuestro paso por la tierra no radica en la brutalidad, sino en el respeto a la vida, cuando todo ello lo sabemos, lo que ocurre en Tordesillas sólo puede calificarse de cruento salvajismo.

Año tras año, con cada hombre subido a un caballo para intentar pegar el golpe más brutal, con cada toro lanceado hasta la muerte, con cada ciudadano que aplaude esta brutal tortura, Tordesillas se convierte en la metáfora del animal salvaje que el hombre lleva dentro. Cualquier intento de justificar esta innecesaria bestialidad apelando a la tradición únicamente sirve para hundir aún más a este pueblo en el primitivismo. Si tuviera uno solo de esos tipos duros que suben a un caballo cargados de testosterona primitiva, excitados ante el olor a la muerte, felices de ser los portadores del dolor, si los tuviera delante, quizás sería incapaz de hacerles una sola pregunta. ¿Habrá mirado a los ojos del toro que desean lancear en una larga agonía, hasta que su cuerpo no pueda más, quebrado por los golpes? ¿Habrá recordado que, en algún lugar de la memoria, un día aprendió la definición de la palabra caridad? ¿Podrá acariciar a sus hijos y mirarlos con ternura, besar a la mujer, saludar a los amigos, hacer una ronda, comentar el partido, y convertirse en un ser humano, después de haber gozado siendo un bárbaro? Y, ¿en qué momento decidió abandonar su condición humana? ¿En qué momento un hombre deja de ser un individuo sensible y se pierde en una masa informe de salvajes? La mirada del toro…, que ni uno solo de esos machotes aguantarían ni un solo segundo. Porque la valentía nunca habita en el territorio de la crueldad, sino en el terreno mucho más sutil –y para algunos, más indescifrable– de la sensibilidad. Desde luego, estos tipos de Tordesillas son un ejército de cobardes a lomos de una tradición infernal. No hay honor, no hay fiesta, no hay respeto a la tradición, no hay nada en la tortura. Sólo existe el hombre enfrentado a su propia miseria, convertido en una mueca, embrutecido en su maldad, retornado a los tiempos de la oscuridad. 

Pilar Rahola
La Vanguardia. Barcelona.
16/09/2010 

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