El lado oscuro del silencio
David Hendy
Especial para la BBC
Hace unos meses estaba en una concurrida intersección en Accra, la capital de Ghana.
Rodeado de autos, camiones y parlantes que repetían anuncios, no podía ni escuchar mis pensamientos.
Hay más tráfico, más maquinaria, más gente, más de todo y todo contribuye al aumento de la cacofonía.No hay duda de que el mundo en el que vivimos es cada vez más ruidoso.
La cuestión es: ¿qué podemos hacer al respecto?
Una solución sería huir y dejarlo todo. También podríamos utilizar la tecnología disponible o intentar acabar con la fuente del ruido.
Pero hemos probado múltiples estrategias a lo largo de los siglos y la historia nos dice que las soluciones más obvias no son siempre las mejores.
El sosiego de los ricos
La búsqueda del silencio puede tener un alto precio.
Contra el ruido
Hubo dos oleadas de campañas para la reducción del ruido en Europa occidental y Estados Unidos. La primera entre 1906 y 1914, la segunda entre 1929 y 1938.
Hacer ruido terminó siendo caracterizado como algo incivilizado, poco intelectual y perturbador, una señal de una vida disoluta y falta de autocontrol.
Las campañas contra el ruido enfocaron su atención en un programa público orientado hacia una "etiqueta de ruido" como la solución para restaurar la calma de las ciudades.
Además de medidas prácticas, como la prohibición del uso de la bocina del carro en la noche, la estrategia para reducir el ruido era la educación del público.
En Nueva York, por ejemplo, en los años 30, todas las noches a las 10.30pm, las estaciones de radio le solicitaban a la audiencia que le bajaran el volumen a sus aparatos, como un acto de buena educación.
En la antigua Roma, una ciudad en la que un millón de personas vivían codo con codo, los carros con los que se hacían entregas circulaban por las callejuelas de piedra durante toda la noche. Los gimnasios, los bares y los burdeles estaban abiertos hasta altas horas de la madrugada. Inevitablemente, el sueño era un bien preciado.
La élite romana huyó hacia el Monte Palatino, donde sólo les distraía el sonido de los pasos sobre el mármol o de las fuentes ornamentales.
En el Oxford de la reina Isabel I, las quejas eran constantes por los juerguistas que abandonaban las tabernas y alteraban la calma, lo que hizo que los más pudientes se construyeran mansiones en el campo.
Allí, intentaban aislarse del ruido con los muros más gruesos que podían permitirse y con densas cortinas. Mientras que, en la ciudad, la juerga continuaba.
Dos siglos después en Edimburgo, en los barrios antiguos no había ni tranquilidad ni privacidad, por lo que los miembros de la alta sociedad decidieron que debían construirse una nueva ciudad para que las familias respetables pudieran resguardarse tras sólidas puertas.
Mientras, en el Londres victoriano, las calles adoquinadas eran una fuente constante de ruido a causa de los carruajes con ruedas de metal y de los miles de músicos callejeros que atormentaban a los residentes locales, como el escritor Charles Dickens.
La realidad, entonces como ahora, es que, si bien es cierto que el ruido y los nervios alterados van de la mano, es difícil saber cuál es la causa y cuál es el efecto.
Indiferentes ante el ruido
Hoy en día, muchos de los que viven en las favelas brasileñas o trabajan en los mercados de Estambul aseguran que son indiferentes ante el ruido que les rodea e incluso dicen que les gusta.
Es el sonido de la vida humana, de la vecindad, un ruido de fondo que conforta al confirmarnos sin cesar que no estamos solos.
Lo que lo hace soportable es que el ruido es algo generado por todo el mundo.
Sin embargo, no en todas las sociedades el ruido está repartido de manera igualitaria y ahí es cuando empieza el problema.
En India o en países como Estados Unidos uno puede visitar monasterios en los que viven monjes que han tomado un voto de silencio. Cada vez más gente lo hace.
Pero con sólo estar ahí, cada uno hace su propia contribución para alterar la tranquilidad de los que le rodean. De esta manera, uno mete algo del ruido propio en la vida de otras personas.
Eso lo saben muy bien los que viven cerca de un aeropuerto.
No obstante, a pesar de que se quejen, a menudo no tienen voz ni voto: el interés comercial o nacional abstracto los silencia.
Y silenciar es algo que los poderosos han hecho a menudo con los más débiles, lo que puede tener efectos duraderos.
Un manual inglés del siglo XVII le enseñaba a las doncellas adolescentes a comportarse en presencia de adultos.
"No hable a no ser que se le pregunte algo", rezaba. "Esté en silencio, contentándose con ser una oyente atenta. Las sirvientas deben ser vistas pero no oídas".
Pero hacer oídos sordos a lo que es incómodo ha llevado casi siempre una peligrosa forma de sordera social.
Hipersensibles
No sólo muchos se han vuelto hipersensibles a cualquier tipo de ruido, sino que también se han separado de la gente que lo produce.
Así, ciertos tipos de música o formas de hablar son cada vez menos familiares y se convierten en ajenos y hasta amenazantes.
Entre los colonos del siglo XVII en Nueva Inglaterra eso se aplicó a los sonidos "salvajes" de los nativos. Hoy en día a veces se aplica a géneros musicales como el rap.
Lo que puede tener un significado o valor se convierte, para oídos impacientes, en ruido. Y ahí es cuando, en vez de encontrar una manera de coexistir, se trata de silenciar o ignorar.
Una de las razones por las que en la antigua Roma se permitían las entregas nocturnas que alteraban el descanso de los ciudadanos comunes era que los legisladores, aislados en sus palacios, no sabían lo que era vivir en esas condiciones.
Por el contrario, a principios del siglo XX Nueva York tenía una de las normas contra el ruido más estrictas, aunque eso tampoco ayudó.
En algunas partes de la ciudad, se acosó a los vendedores ambulantes, los repartidores de periódicos, los patinadores o incluso a los que jugaban con latas como si fueran pelotas.
Al final, las calles se convirtieron en arterias de circulación para el tráfico veloz y dejaron de ser lugares para la interacción social.
Entonces el ruido incesante de los autos y los camiones empezó a encabezar las quejas de los habitantes de la ciudad. Pero sus voces no fueron escuchadas, ya que eran los pudientes los que habían llevado a cabo la campaña de silencio anterior.
Los prejuicios de clase nos han hecho a menudo atacar los objetivos equivocados.
La lección de la historia es que, cuando se trata de ruido, hay que tener ciudado con lo que se desea.
David Hendy es Profesor de la Universidad de Sussex, Reino Unido. Es historiador de la cultura, y se especializa en el estudio del rol de los sonidos, las imágenes y la comunicación en las culturas humanas.
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