José Antonio Marina analiza, en 'El cerebro infantil: la gran oportunidad', la relación entre neurología y educación. Asegura que la plasticidad del cerebro tiene sus momentos álgidos en los primeros años de vida y luego hacia los 16 o 17 años, y que el sistema educativo debe sacar partido de los avances de la ciencia para mejorar sus resultados.
El filósofo y experto en educación José Antonio Marina ha querido, en su último libro, adentrarse en el mayor misterio del ser humano y sin embargo el que tiene más próximo: su propio cerebro. “El cerebro es un continente pequeño –pesa menos de kilo y medio-, pero encierra la mayor complejidad del universo”, dice Marina en la introducción de ‘El cerebro infantil: la gran oportunidad’.
Allí ha querido inmiscuirse para responder a una pregunta que lo desvela y que guía su trabajo desde hace años e iniciativas como la Universidad de Padres que ha creado. Es la que se plantea qué deben saber los padres y los docentes sobre el cerebro de los niños para mejorar las prácticas educativas y conseguir una mayor efectividad.
Marina lucha contra el habitual distanciamiento entre la neurología y la escuela, que no resulta “sensato”, asegura, pues del cerebro dependen “nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestra personalidad”.
Pregunta. ¿Cómo puede ser que, pese a los esfuerzos de la ciencia moderna, aún sepamos tan poco acerca de nuestro propio cerebro?
Respuesta. Esto produce una sensación un poco incómoda. Lo que sucede es que cada vez que se descubre una cosa relativa al cerebro es como si se abriera una puerta y en lugar de encontrar algo se viera un pasillo con más puertas. Y con cada puerta que abres se complican aún más las cosas. Uno se pregunta si en algún momento llegaremos al final de la complejidad. Se llegará, pero todavía falta mucho.
P. Pero además de lo que falta descubrir, vemos que hay cuestiones que se van modificando con la educación o el entorno. Usted habla de un “estallido creador” en el cerebro.
R. La estructura básica del cerebro permanece bastante estable. Lo que hace es adoptar distintas configuraciones. Por eso, por ejemplo, estamos preocupados en averiguar qué cambios pueden estar produciéndose en la manera de gestionar, de organizarse, del cerebro de los niños que han crecido en entornos digitales densos. Porque sabemos que están desarrollando ciertas capacidades que tienen relación fundamentalmente con la atención. Son más capaces de mantener una atención multitarea que generaciones anteriores, pero sin embargo no sabemos cómo está influyendo el contexto en la memoria a largo plazo, porque posiblemente se esté resintiendo. Por eso nos da la impresión de que saben tan poco, de que manejan muy bien la información y pueden hacerlo con mucha a la vez pero al mismo tiempo en cuanto apagan la pantalla no se acuerdan de nada.
P. Dice usted que, en el cerebro del bebé, lo que no se usa se pierde. Suena muy drástico.
R. Es una de las leyes básicas y que además se descubrió bastante pronto. Es el principio de Hebb. La cuestión es que nacemos prácticamente con todas las neuronas, que son unas 100.000 millones. Un niño a los dos años tiene excesivas sinapsis y no para de producir. Entonces el cerebro debe hacer como los árboles: podar. Y lo hace a través de la utilización, con lo cual solo mantiene aquellas que se usan y se refuerzan. Y forma una especie de alianzas entre aquellas que se relacionan en el uso. Por eso es tan importante mantener el ejercicio mental y aprender. Porque además siempre se puede aprender más. El cerebro ha diseñado por su cuenta un gran artilugio que hace lo mismo que los ordenadores, que comprimen la información para almacenarla y que ocupe poco.
P. Es lo de “el saber no ocupa lugar”.
R. Así es y de una forma muy curiosa. Por ejemplo, los grandes jugadores de ajedrez tienen una memoria absolutamente colosal para el tablero. Pueden jugar a lo mejor 50 partidas simultáneas, incluso a ciegas, y recuerdan donde está cada una de las piezas. Sin embargo, no tienen una memoria especialmente buena para otras cosas y ni siquiera pueden recordar bien tableros en los que las fichas están desordenadas. El sistema de su cerebro para recordar es un poco como todos recordamos las canciones, que con solo oir un trocito nos viene a la memoria la melodía entera. Así aprenden ellos las posiciones, de manera que las pueden “pinchar” en cualquier momento y recordar la jugada completa.
P. En lo que respecta al cerebro, una vez más se comprueba la importancia de los primeros años de vida en su desarrollo. La responsabilidad de los padres en este sentido parece crecer con cada nuevo descubrimiento.
R. Es así, pero la neurología es una ciencia optimista y vamos descubriendo que las posibilidades del cerebro son cada vez mayores. De manera que por ejemplo podemos estar aprendiendo a lo largo de toda la vida e incluso seguimos produciendo neuronas nuevas hasta los últimos días. Es cierto que la plasticidad del cerebro es mayor en la infancia, pero también que dura más de lo que se creía y que no se pierde nunca del todo. Además aparece un nuevo momento de gran plasticidad en otro momento de la vida, en torno a los 16 o 17 años. Y eso sí que es una sorpresa, porque no se creía que hubiera un segundo período tan sumamente potente de reorganización cerebral. Y ahora lo que se dice es que una parte importante de las alteraciones de la adolescencia no se debe a cuestiones hormonales sino a que se atraviesa una segunda época dorada del aprendizaje y del cerebro. Entonces es como si a un crío que ha aprendido a conducir una motocicleta le pusiéramos de repente al volante de un Ferrari: si no aprende a conducirlo se va a pegar contra la pared. A raíz de esto el proceso educativo en la adolescencia, y esta es una de las cosas que ya estamos aplicando en la Universidad de Padres, va a cambiar de orientación para atender a cómo educamos para la segunda gran oportunidad de aprendizaje.
P. ¿Entonces una de las esperanzas de la educación radica en el conocimiento del cerebro?
R. Por lo pronto nos ha servido para entender mejor las emociones, las emociones destructivas y cómo se relaciona eso, de forma muy práctica, con otros campos como el del conocimiento, la libertad y las patologías. Estos conocimientos se habían manejado muy bien en el campo de la clínica pero no se habían pasado a la escuela. Son áreas muy distintas que exigen tener conocimientos muy diferentes y entonces se ha hecho poco. Y eso pese a que la OCDE recomendó en 2002 investigar las relaciones entre neurociencia y educación, porque si no la educación iba a seguir en una etapa que denominó "precientífica". Se crearon algunos centros con ese fin en Inglaterra, Estados Unidos, Japón y Alemania, pero se ha tardado mucho tiempo en elaborar una metodología adecuada y sin un significado del todo práctico. Está muy bien conocer cómo se produce el aprendizaje de las matemáticas, pero para que eso pase a la escuela le tiene que servir al profesor de la materia, porque de lo contrario se queda en una curiosidad. En eso estamos.
Allí ha querido inmiscuirse para responder a una pregunta que lo desvela y que guía su trabajo desde hace años e iniciativas como la Universidad de Padres que ha creado. Es la que se plantea qué deben saber los padres y los docentes sobre el cerebro de los niños para mejorar las prácticas educativas y conseguir una mayor efectividad.
Marina lucha contra el habitual distanciamiento entre la neurología y la escuela, que no resulta “sensato”, asegura, pues del cerebro dependen “nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestra personalidad”.
Pregunta. ¿Cómo puede ser que, pese a los esfuerzos de la ciencia moderna, aún sepamos tan poco acerca de nuestro propio cerebro?
Respuesta. Esto produce una sensación un poco incómoda. Lo que sucede es que cada vez que se descubre una cosa relativa al cerebro es como si se abriera una puerta y en lugar de encontrar algo se viera un pasillo con más puertas. Y con cada puerta que abres se complican aún más las cosas. Uno se pregunta si en algún momento llegaremos al final de la complejidad. Se llegará, pero todavía falta mucho.
P. Pero además de lo que falta descubrir, vemos que hay cuestiones que se van modificando con la educación o el entorno. Usted habla de un “estallido creador” en el cerebro.
R. La estructura básica del cerebro permanece bastante estable. Lo que hace es adoptar distintas configuraciones. Por eso, por ejemplo, estamos preocupados en averiguar qué cambios pueden estar produciéndose en la manera de gestionar, de organizarse, del cerebro de los niños que han crecido en entornos digitales densos. Porque sabemos que están desarrollando ciertas capacidades que tienen relación fundamentalmente con la atención. Son más capaces de mantener una atención multitarea que generaciones anteriores, pero sin embargo no sabemos cómo está influyendo el contexto en la memoria a largo plazo, porque posiblemente se esté resintiendo. Por eso nos da la impresión de que saben tan poco, de que manejan muy bien la información y pueden hacerlo con mucha a la vez pero al mismo tiempo en cuanto apagan la pantalla no se acuerdan de nada.
P. Dice usted que, en el cerebro del bebé, lo que no se usa se pierde. Suena muy drástico.
R. Es una de las leyes básicas y que además se descubrió bastante pronto. Es el principio de Hebb. La cuestión es que nacemos prácticamente con todas las neuronas, que son unas 100.000 millones. Un niño a los dos años tiene excesivas sinapsis y no para de producir. Entonces el cerebro debe hacer como los árboles: podar. Y lo hace a través de la utilización, con lo cual solo mantiene aquellas que se usan y se refuerzan. Y forma una especie de alianzas entre aquellas que se relacionan en el uso. Por eso es tan importante mantener el ejercicio mental y aprender. Porque además siempre se puede aprender más. El cerebro ha diseñado por su cuenta un gran artilugio que hace lo mismo que los ordenadores, que comprimen la información para almacenarla y que ocupe poco.
P. Es lo de “el saber no ocupa lugar”.
R. Así es y de una forma muy curiosa. Por ejemplo, los grandes jugadores de ajedrez tienen una memoria absolutamente colosal para el tablero. Pueden jugar a lo mejor 50 partidas simultáneas, incluso a ciegas, y recuerdan donde está cada una de las piezas. Sin embargo, no tienen una memoria especialmente buena para otras cosas y ni siquiera pueden recordar bien tableros en los que las fichas están desordenadas. El sistema de su cerebro para recordar es un poco como todos recordamos las canciones, que con solo oir un trocito nos viene a la memoria la melodía entera. Así aprenden ellos las posiciones, de manera que las pueden “pinchar” en cualquier momento y recordar la jugada completa.
P. En lo que respecta al cerebro, una vez más se comprueba la importancia de los primeros años de vida en su desarrollo. La responsabilidad de los padres en este sentido parece crecer con cada nuevo descubrimiento.
R. Es así, pero la neurología es una ciencia optimista y vamos descubriendo que las posibilidades del cerebro son cada vez mayores. De manera que por ejemplo podemos estar aprendiendo a lo largo de toda la vida e incluso seguimos produciendo neuronas nuevas hasta los últimos días. Es cierto que la plasticidad del cerebro es mayor en la infancia, pero también que dura más de lo que se creía y que no se pierde nunca del todo. Además aparece un nuevo momento de gran plasticidad en otro momento de la vida, en torno a los 16 o 17 años. Y eso sí que es una sorpresa, porque no se creía que hubiera un segundo período tan sumamente potente de reorganización cerebral. Y ahora lo que se dice es que una parte importante de las alteraciones de la adolescencia no se debe a cuestiones hormonales sino a que se atraviesa una segunda época dorada del aprendizaje y del cerebro. Entonces es como si a un crío que ha aprendido a conducir una motocicleta le pusiéramos de repente al volante de un Ferrari: si no aprende a conducirlo se va a pegar contra la pared. A raíz de esto el proceso educativo en la adolescencia, y esta es una de las cosas que ya estamos aplicando en la Universidad de Padres, va a cambiar de orientación para atender a cómo educamos para la segunda gran oportunidad de aprendizaje.
P. ¿Entonces una de las esperanzas de la educación radica en el conocimiento del cerebro?
R. Por lo pronto nos ha servido para entender mejor las emociones, las emociones destructivas y cómo se relaciona eso, de forma muy práctica, con otros campos como el del conocimiento, la libertad y las patologías. Estos conocimientos se habían manejado muy bien en el campo de la clínica pero no se habían pasado a la escuela. Son áreas muy distintas que exigen tener conocimientos muy diferentes y entonces se ha hecho poco. Y eso pese a que la OCDE recomendó en 2002 investigar las relaciones entre neurociencia y educación, porque si no la educación iba a seguir en una etapa que denominó "precientífica". Se crearon algunos centros con ese fin en Inglaterra, Estados Unidos, Japón y Alemania, pero se ha tardado mucho tiempo en elaborar una metodología adecuada y sin un significado del todo práctico. Está muy bien conocer cómo se produce el aprendizaje de las matemáticas, pero para que eso pase a la escuela le tiene que servir al profesor de la materia, porque de lo contrario se queda en una curiosidad. En eso estamos.
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