El 13 de abril de 1986, Juan Pablo II se convirtió en el primer Papa que entraba en la Sinagoga de Roma. El período de reflexión sobre las relaciones judeo-cristianas iniciado en el Concilio Vaticano II, había dado sus frutos. La Iglesia había condenado el antisemitismo y había declarado que a los judíos no puede imputárseles «ninguna culpa ancestral o colectiva por lo que ocurrió en la Pasión de Cristo». La Iglesia Católica insiste en que la discriminación de los judíos carece de justificación teológica y enseña que son el pueblo elegido «con una llamada irrevocable».
Los dogmas que marcan la máxima separación entre ambas religiones son los de la Santísima Trinidad, con los misterios que del mismo se deducen Encarnación, Eucaristía, etc. y la doctrina relativa al pecado original. En definitiva, los que se deducen de la no aceptación de Jesucristo.
No obstante, como dijo Juan Pablo II en esa histórica visita, "la religión judía no es extrínseca a nosotros, sino que, en cierto sentido, es intrínseca a nuestra religión. Por lo tanto nos une al judaísmo una relación que no tenemos con ninguna otra religión. Sois para nosotros unos hermanos muy queridos, y en cierto modo, podría decirse que sois nuestros hermanos mayores".
Además, el Papa no se limitó a felicitarse porque en tres décadas se hubieran hecho tantos progresos en el entendimiento entre judíos y católicos. Audazmente calificó estos progresos de «prólogo», comienzo de un camino nuevo: su herencia común extraída de la ley y los profetas exige «una colaboración a favor del hombre», en defensa de la dignidad y la vida humana, de la libertad y la paz.
El racismo no es cristiano, no tiene sentido cuando se considera al hombre como hijo de Dios. Pero, además, un católico no puede por menos que sentir un profundo afecto por el pueblo al que pertenecen los dos amores más profundos que tiene: Jesús de Nazareth y su Madre, María.
No hay comentarios:
Publicar un comentario