Raúl Sohr
Curar o ganar dinero suele ser una disyuntiva para ciertas empresas farmacéuticas. Las drogas medicinales son un meganegocio que factura 500 mil millones de dólares anuales. La semana pasada la empresa Merck, una de las mayores del rubro, recibió una multa descomunal. Una advertencia para los laboratorios del mundo entero.
En un pequeño pueblo tejano se reunió un jurado de siete hombres y cinco mujeres. Su misión era determinar si el remedio Vioxx, un antiinflamatorio, fue el causante de la muerte de Robert Ernst, de 59 años, atleta y gerente local de una gran tienda. En el mejor estilo del abundante género de películas sobre litigios en tribunales, los abogados desplegaron toda su batería de argumentos.
Mark Lanier, abogado de la viuda de Ernst, acusó a la empresa Merck de esconder información, de minimizar los riesgos de Vioxx para ganar miles de millones de dólares. “Tenemos derecho a saber. Ellos deben decirnos lo bueno, lo malo y lo feo”, exigió Lanier.
Gerry Lowry, abogado de Merck, apeló al sentido común: qué le pasaría a la centenaria empresa si a sabiendas produjera remedios letales: “¿Sería un buen negocio? ¿Tendría sentido?”, preguntó al jurado. A lo que siguió un complicado debate sobre la autopsia de Ernst y cuál fue la causa precisa de su muerte. Y como suele ser el caso, la evidencia nunca es absolutamente concluyente en un sentido u otro.
El fallo, por diez votos contra dos, determinó que Merck era culpable de la negligencia de que era acusada, y el juez sentenció a la empresa a pagar 253 millones de dólares a la viuda. Ello porque Merck conocía perfectamente los riesgos que conllevaba el consumo de Vioxx. Un documento presentado a la corte mostraba que la empresa fue advertida ya en 1997 de los dañinos efectos secundarios. Esto es, dos años antes de lanzarlo a la venta. Pero sólo el año pasado la empresa retiró del mercado el medicamento, que le reportaba utilidades por 2.500 millones de dólares, y sólo después de saberse que doblaba las probabilidades de un infarto si era consumido por más de 18 meses. Unos 20 millones de personas tomaban el remedio en Estados Unidos.
Merck apelará a la sentencia, pero ya enfrenta una avalancha de cuatro mil demandas ante tribunales y esta cifra crecerá con pacientes de todo el mundo. Se estima que los laboratorios podrían terminar pagando unos 20 mil millones de dólares. Las ganancias de la empresa alcanzaron a los seis mil millones de dólares el año pasado. El valor de las acciones de Merck han caído y su valor de mercado ha sido recortado en 38 mil millones de dólares.
Para los que deseen conocer más sobre el lucrativo negocio de los laboratorios, en que la ética parece ser inversamente proporcional a las ganancias, les recomiendo una novela fuera de serie: “El jardinero constante”, del escritor británico John Le Carré.
Es una historia desoladora que transcurre en África, donde empresas farmacéuticas se lucran con el dolor de millones de enfermos. Bueno, uno se dice, después de todo es ficción. En el epílogo, Le Carré escribe: “A medida que avanzaba mi viaje por la selva farmacéutica llegué a comprender que mi historia, comparada con la realidad, era tan tímida como una postal”.
El autor recuerda a los lectores: “África tiene al 80% de los que padecen sida. (...) Tres cuartas partes de ellos no reciben medicamentos. Por esto tenemos que agradecerle a las compañías farmacéuticas y a sus sirvientes, el Departamento de Estado de los Estados Unidos, que amenaza con sanciones a cualquier país que ose producir su propia versión más económica que las medicinas norteamericanas patentadas”.
Nada sustancial ha cambiado desde que Le Carré escribió estas líneas el año 2001. Esta semana un cable noticioso daba cuenta, una vez más, que Argentina y Brasil podrían iniciar una batalla legal con los laboratorios farmacéuticos, luego que ambos países declararan que antes que la propiedad intelectual de los medicamentos está la salud de la población. Tras la firma de un protocolo de intención en materia de salud, los ministros del ramo de ambos países, el argentino Ginés González y el brasileño José Saraiva, dijeron que consideran crear retrovirales para el tratamiento del sida. India y Cuba los producen, a pesar de las amenazas.
Cabe preguntar por qué Chile no suma su voz a las de Buenos Aires y Brasilia. Y para el caso, por qué el tema no es elevado a todos los foros internacionales, en todas las latitudes. Como van las cosas, el sida aparece como una amenaza infinitamente mayor, para la seguridad del conjunto de la humanidad, que el peligro presentado por cualquier ataque terrorista. Incluso si se considera el peor escenario: el estallido de algunas “bombas sucias” que liberen radiactividad, su impacto en términos de vidas será muy inferior a las muertes que ya ha causado el sida.
Todo es cuestión de prioridades. Y está visto que las muertes de unos pesan más que las de otros. Al menos entre quienes toman las decisiones y establecen que el mercado y los retornos financieros son la primera prioridad. El caso del Vioxx es ilustrativo. LND
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