sábado, 14 de agosto de 2010

¿Plástico o no plástico? La Bolsa o la Vida!


Por Fernando Butazzoni

En muchos países hay movimientos sociales que han implementado verdaderas campañas con el objetivo de reinstalar la bolsa de tela para hacer las compras. Han tenido una aceptación extraordinaria en muchas partes. Pero la opción más factible y al alcance de la mano es la del comportamiento humano.

Tremendo batiburrillo se ha armado con la idea de imponer en Montevideo una tasa al uso de bolsas de plástico. Entre la manija mediática y la desinformación ciudadana, el común de la gente ha visto cómo algunos políticos locales pusieron el grito en el cielo, otros acusaron al gobierno departamental de meter un nuevo impuesto y, otros más, opinaron que de concretarse esa medida sería una afrenta a la libertad de elección de las personas. ¿Plástico o no plástico? Esa, parece, es la cuestión.

Pero la cuestión, en el fondo, también es otra: el consumo irresponsable del que todos formamos parte en mayor o menor medida. Cuando vamos a cualquier comercio a hacer compras, la disponibilidad de bolsitas nuevas, impolutas, prácticas, gratuitas y a granel, nos coloca en una posición mucho menos crítica y reflexiva respecto a lo que vamos a adquirir y por lo tanto a consumir. Quizá, si tuviéramos que pagar por esas bolsas, pensaríamos mejor nuestras incursiones de aprovisionamiento. Las planificaríamos, no nos saldríamos tan fácilmente del libreto.

Cada año en Uruguay se ponen en circulación, según estimaciones bien fundadas, unos 700 millones de bolsas de plástico de todo tipo. Nada, si se compara con China, país que utiliza por año la friolera de 1.095.000.000.000 de bolsas (más de un billón). Para fabricarlas, aquella inmensa nación consume unos 37 millones de barriles de petróleo cada año. A nuestra escala compartimos con los chinos el mismo drama: crecer en el consumo hacia el infinito en un planeta que es finito.

El ruido provocado por la intención montevideana (a la que, rápidamente, se le ha sumado un proyecto de ley nacional todavía en barbecho) tiene otras connotaciones. Puede interpretarse erróneamente que una política destinada a desalentar el uso alegre y gratuito de bolsas de plástico será a la larga un tiro por elevación a las prácticas habituales de los propios consumidores. Resulta lógico que muchos empresarios se preocupen. Pero esa preocupación no debe obstruir la visión de los problemas en toda su dimensión. Con miopía, se pueden ver las dificultades inmediatas que esto genera, pero no se ven las ventajas menos evidentes y, por cierto, mucho más importantes.

La guerra a las bolsitas de plástico no es nueva. Muchos países la han librado con éxito. Irlanda es un caso paradigmático: desde el año 2000, en que se comenzaron a tomar medidas drásticas al respecto, se ha reducido el consumo de esas bolsas en casi un 95 por ciento. Bolsas de papel, de tela y otros adminículos como nuestra "chismosa", son parte de la vida cotidiana en Dublín y otras ciudades y pueblos. En Holanda, en cualquier supermercado, las bolsas de plástico deben comprarse aparte, y no son baratas. China acaba de prohibir la entrega gratuita de bolsas plásticas ultrafinas. Italia, Suecia, Dinamarca, Alemania, Islandia, también han optado por la "tasa ecológica" que grava el uso de esas bolsas. En la ciudad de San Francisco, en Estados Unidos, se ha llevado adelante una importante campaña en la misma dirección.

En todos esos países y ciudades las medidas han tenido efectos positivos. No hay reportes que señalen daños graves al comercio, a la industria o a la economía doméstica por culpa de la implantación de tasas que desalienten el uso abusivo de bolsitas plásticas. Deberíamos preguntarnos por qué en Uruguay se generan estas resistencias.

El espíritu conservador se manifiesta en cualquier circunstancia. Allí donde algo suene a nuevo, donde se abra un pequeño signo de interrogación, allí estará nuestro miedo y, por lo tanto, nuestra tendencia natural a dejar las cosas como están. Sin embargo, las cosas nunca están como están. Todo cambia en un parpadeo. "En el mismo río entramos y no entramos", decía Heráclito el oscuro, por lo común mal citado. Pues dentro de poco simplemente no podremos entrar ni en el mismo río ni en ningún otro. La mugre y las pestes se van a encargar de impedirnos la inmersión filosófica.

Por otra parte, la creencia de que las bolsas de plástico que nos regalan en cualquier comercio son gratis es una ilusión colectiva gigantesca. Cada miligramo de esas bolsitas lo pagamos entre todos a precio de oro. Pagamos de forma indirecta la fabricación de ese envase (como la fabricación de cualquier otro envase). Pagamos para que, después de usarlo, alguien se encargue de hacer algo con él. Y pagamos cuando ese producto, luego de muchas vueltas y procesos, termina en la orilla de un río o tapando una boca tormenta, o quemándose en una fogata o, en el mejor de los casos, reciclado y vuelto convertirse en una nueva bolsita de plástico. A modo de ejemplo: un camión capaz de transportar 12 toneladas de desechos comunes sólo podrá transportar 7 toneladas de plástico compactado y apenas 5 toneladas de plástico sin compactar. También pagamos por el combustible de esos camiones.

El plástico es tan masivo que atolondra. Según estimaciones conservadoras, en Montevideo hay unas 300 mil personas que cada día van a hacer sus compras. Si cada una de esas personas dejara de aceptar una sola bolsita plástica, tendríamos cada día 300 mil bolsitas menos en circulación, o sea 9 millones menos al mes, más de cien millones de bolsas menos cada año. Cien millones de bolsitas de plástico. Se dice fácil, pero cuesta imaginarlas... Y sin embargo están allí, empacadas o volando entre los edificios o flotando en la costa o enterradas en diversos lugares. Intactas. Sin mal olor. Letales.

Algunos envases de plástico tardan cientos de años en degradarse en la naturaleza. Otros tardan miles de años. Puede la industria reciclar, volver a fabricar e iniciar de nuevo el circuito. Pero la demanda creciente de este tipo de envase lleva a que la producción se incremente año a año. Así las cosas, todas las iniciativas en ese sentido deben ser alentadas. Y en esto sí que es posible y necesario tener espíritu globalizador. Las bolsitas que vemos volando por las calles de Montevideo pueden terminar en cualquier parte. El Programa de la ONU para el Medio Ambiente, el Pnuma, realizó un estudio en el que fotografió y analizó miles de millas de mares y océanos del planeta. La conclusión es terrible: en cada kilómetro cuadrado de agua salada hay 18 mil restos plásticos flotando. Nada, lo del título: la bolsa o la vida.

Hay opciones. Se ha avanzado mucho en los últimos años en la fabricación de plásticos biodegradables a partir del almidón del maíz o de otras sustancias de origen vegetal. Estos plásticos existen conceptualmente desde hace medio siglo, pero los bajos precios del petróleo y las complejidades tecnológicas de su fabricación inclinaron la balanza a favor de otros polímeros que, en general, no se degradan o lo hacen en plazos geológicos. El llamado cáñamo industrial también es una opción de alternativa con serias posibilidades de futuro. Pero la opción más factible y al alcance de la mano es la del comportamiento humano. En muchos países hay movimientos sociales que han implementado verdaderas campañas con el objetivo de reinstalar la bolsa de tela para hacer las compras. Han tenido una aceptación extraordinaria en muchas partes. Podemos ser optimistas en Uruguay respecto a eso. Podemos imaginar que mucha gente, a la hora de hacer las compras, piense en el futuro. Piense en las playas, por ejemplo, o en los parques y plazas. ¿Plástico o no plástico? Más allá del juego de palabras, parece claro que esa no es la cuestión.

Fernando Butazzoni es Periodista y escritor

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