domingo, 15 de agosto de 2010

NIÑOS SIN FUTURO QUE MALVIVEN EL PRESENTE:



BANGLADESH
Más de 700.000 pequeños de menos de 14 años viven en las calles del país bengalí, en peligro constante. Las niñas corren más riesgo | Drama. Más de 700.000 pequeños de menos de 14 años viven en las calles del país bengalí, en peligro constante. Las niñas corren más riesgo

JAVIER AYUSO | EL PAÍS MADRID

Echados sobre el suelo, como despojos humanos, duermen cientos de personas en la estación de tren de Chittagong, la segunda ciudad de Bangladesh. Son los niños de la calle, que forman un ejército de más de 700.000 almas, cuya vida vale bien poco. Deambulan durante el día por cualquiera de las ciudades del país bengalí, el de mayor densidad de población del mundo, buscando algo que llevarse a la boca, y descansan a la intemperie, en cualquier rincón, sin importar los peligros que les rodean.

Son las doce de la noche y todavía hace calor, más de 30 grados, pero hoy no va a llover. Se ven estrellas en el cielo, a pesar del humo de los camiones que aguardan, con el motor encendido, a menos de cien metros de la estación, en el mercado de frutas, listos para descargar sus mercancías. Hace ya una hora que la policía ha dejado de patrullar por los andenes de la vieja estación victoriana de Chittagong y los niños no han perdido el tiempo. Hay cientos de ellos repartidos por los dos kilómetros de andenes en penumbra. Si te descuidas, los puedes pisar.

Una madre duerme con tres hijos, uno de ellos un bebé de pocos meses, al que abraza de forma protectora. A pocos metros, dos niños de entre 10 y 12 o 13 años sueñan entrelazados. Respiran profundamente, despreocupados por el entorno hostil que les rodea. No se pueden permitir el miedo. Tienen que descansar para afrontar el día siguiente. En cuanto amanezca, tendrán que abandonar la estación y buscarse la vida en las calles. Sobre un muro y bajo las escaleras, una niña, que no debe llegar a los 8 años, duerme boca arriba con las manos sobre el pecho como una bella durmiente a quien ningún príncipe vendrá a besar. Da miedo verla allí sola, indefensa, en medio de las sombras de la noche de una estación. Probablemente haya llegado a Chittagong ese mismo día, en alguno de los trenes atestados de gente, huyendo de algo o de alguien, y se haya tumbado agotada sin saber el riesgo que corre. Miles de niñas son secuestradas cada año y vendidas para la prostitución.


Unicef, Ayuda en Acción, Save the Children y otras ONG trabajan desde hace años para intentar solucionar un problema creciente: Bangladesh es uno de los países más pobres del mundo, con el 41% de sus 140 millones de habitantes viviendo con menos de un dólar diario; y el 84% malvive con menos de dos dólares al día.

Niños y niñas son las principales víctimas. Casi la mitad de la población es menor de edad y las cifras de desgracias son escalofriantes. Un total de 120.000 bebés de menos de un mes mueren al año en el país (14 cada hora), la mitad de ellos en las primeras 24 horas de vida. La mortandad infantil es del 52 por mil, cifra que llega al 65 por mil en menores de cinco años. Oficialmente, hay 7,5 millones de niños de entre 5 y 15 años que trabajan, aunque la cifra real supera el doble, por la economía sumergida. Estos niños aportan entre el 20% y el 30% de la renta de sus familias.

Viendo estas cifras antes de viajar a Bangladesh, escandaliza el número de niños y niñas que tienen que trabajar desde muy pequeños para mantener a sus familias. Pero al callejear por Dhaka (la capital), Chittagong, Khulna, Sirajganj, Faridpur o cualquier otra ciudad bengalí se da uno cuenta de que los que trabajan y viven en casa son unos privilegiados, comparados con los más 700.000 niños de la calle. Una cifra que, según Unicef, llegará a 1,2 millones en 2014 y 1,6 millones en 2024.

Subuj tiene 12 años y lleva seis meses en la calle, aunque desde hace tres duerme en uno de los refugios abiertos por Unicef en Chittagong, una ciudad con más de seis millones de habitantes que tiene el mayor puerto del país, además de mucha actividad comercial. Es de un pueblo del noreste del país, a más de 200 kilómetros de donde ahora vive. Su padre murió cuando él era muy pequeño, y su madre y sus tres hermanas, mayores que él, trabajan como sirvientas en casas. Él llegó a la ciudad recién cumplidos los 12 años. Venía a buscar trabajo, pero se perdió en la calle, o fue abandonado, quién sabe.

"De repente, me encontré solo en la calle" explica el niño, que ha tenido que madurar de repente, "y no sabía qué hacer". Se juntó con otros niños de la calle y durmió durante algunas semanas en la estación. "Era muy peligroso. Primero tenías que evitar a los policías, que nos perseguían con palos. Una vez me dieron una buena paliza. Luego te tumbabas a dormir en el suelo con miedo a lo que pudiera pasar. Los primeros días lloraba mucho y dormía poco, pero luego me fui acostumbrando".

Una mañana, Subuj se enteró de que muchos de los niños que dormían con él en la estación de trenes iban por la mañana a una especie de escuela al aire libre en el aparcamiento de la estación, y se fue con ellos. Allí entró en contacto con los educadores sociales de la ONG local Aparajeyo, que colabora con Unicef, y a los pocos días estaba durmiendo en uno de los cinco refugios que tienen en la ciudad. "Aquí me siento seguro. Durante el día voy al mercado a trabajar descargando o empujando carros, y puedo ganar hasta ochenta takas (un euro). Pero ya no tengo que dormir en la calle".

En el refugio duermen sesenta niños cada noche, y acuden a comer más del doble. Tienen duchas, tres comidas al día y, sobre todo, compañía y seguridad. Allí se refugian niños de entre 6 y 18 años, y aunque la convivencia no es fácil, es más llevadero que dormir a la intemperie.

Rifat tiene nueve años, viste solo unos pantalones y lleva la cabeza pelada al cero. "Mi madre se murió y mi padre se volvió a casar. Mi madrastra no nos quería ni a mí, ni a mis cuatro hermanos mayores". Así que se fue a Dhaka y vivió en la calle, con su primo, durante casi tres años. Cerca de 200.000 niños viven en las calles de Dhaka, la capital de Bangladesh, con una población superior a los 16 millones de habitantes.

"Dormíamos unas veces en la estación de tren y otras en los embarcaderos, junto al río, pero un día mi primo se fue y me dejó solo. No sabía qué hacer, me monté en un tren y llegué aquí. En esta estación se está mejor que en la de Dhaka, porque hay menos gente mala". Lleva dos meses en el refugio y dice que está muy contento. "Tengo amigos, juego, como y duermo sin lluvia". Durante el día, recoge botellas vacías de plástico y las vende en el mercado; saca entre veinte y cuarenta takas al día (entre veinticinco y cincuenta céntimos de euro).

Son las ocho de la tarde, la hora de la televisión. Rifat quiere irse a ver los dibujos animados, pero atiende a la última pregunta. "¿Qué quieres ser de mayor?".

Se queda callado, triste y confundido, como si nunca hubiera pensado en un futuro, que realmente no existe. Al final, después de pensarlo mucho dice que le gustaría trabajar en una tienda de coches. Y se va corriendo a ver la televisión, con sus 60 compañeros de refugio. Niños que se han hecho mayores en la calle, pero que vuelven a su infancia frente a los dibujos animados que los hipnotizan a todos, sentados en el suelo, descalzos y disfrutando de unos momentos de felicidad.



Por la mañana, el mercado de frutas que linda con la estación de trenes es un auténtico hormiguero. En Bangladesh las calles están siempre abarrotadas. Los carros de madera llenos de enormes cestas de mangos, piñas o verduras apenas pueden circular entre los puestos, en medio de un enorme atasco que hace que el trabajo sea más penoso todavía. Delante de cada uno, un hombre encorvado hace las veces de animal de carga, tirando del carro. Y detrás, uno o dos niños de entre 12 y 15 años empujan hasta llegar al límite de sus fuerzas. Hay cientos de ellos luchando por conseguir el trabajo. Son solo niños, pero tienen que trabajar como hombres.

En la parte Norte de la ciudad, Unicef tiene uno de sus tres centros para niñas. El 30% de los pequeños que viven en las calles de las ciudades de Bangladesh son niñas y tienen el riesgo añadido del secuestro para ser vendidas para la prostitución. En el refugio de Khaza Road hay 90 chiquillas, de las que 50 están internas y el resto vuelven a dormir a sus casas. Allí reciben educación, alimento y cariño. Han preparado una función, con cantos y bailes, para recibir a los visitantes.

La formación es una parte importante del proyecto para sacar a los niños y las niñas de la calle. Se les enseña un oficio para que puedan trabajar cuanto antes. Cerca del centro de niñas, en un enorme almacén de carpintería, trabajan cinco chicos, de 15 y 16 años, que duermen en el refugio de Purba Naslrabad. Llevan ya dos meses y pronto podrán buscarse un cuarto donde vivir.

Muy cerca de la carpintería, en el primer piso de una casa muy pequeña, trabaja otra de las niñas sacadas de la calle. Se llama Chappa, tiene 15 años y es costurera. Está fabricando una blusa en una vieja máquina de coser y parece feliz, aunque su historia no lo sea. Con 13 años, su madre la trajo a la ciudad y la dejó en una casa como sirvienta. "La señora de la casa me trataba muy mal", explica, "no me pagaba, me daba muy poco de comer y a veces me pegaba. Al mes de estar allí me fui de la casa y volví a donde vivía mi madre, pero se había ido con otro hombre a otra ciudad. Me quedé muy triste e iba andando por la calle llorando, cuando una mujer se me acercó y me dijo que si quería trabajar en su casa. Yo le dije que sí y cuando nos íbamos llegó la policía y nos llevó a la cárcel".

La mujer resultó ser una tratante de chicas, a las que recogía de la calle y vendía para la prostitución. Chappa se salvó de milagro y acabó en el refugio de la calle Khaza, donde aprendió un oficio que le ha permitido empezar una nueva vida.

La suerte que tuvo Chappa no la tienen centenares de niñas que son vendidas cada año en Bangladesh a las shardarnis (alcahuetas) que regentan los burdeles. En un país con más del 90% de población musulmana, llama la atención ese mercado de niñas y mujeres en sus principales ciudades.

A 140 kilómetros al Oeste de Dhaka tras cruzar el río Padma, en la ciudad de Faridpur, de 600.000 habitantes, hay dos enormes burdeles creados en la época colonial británica, que siguen abiertos más de cien años después. En el centro de la ciudad, junto al mercado principal, trabajan más de cuatrocientas prostitutas, y en las afueras, hay otro burdel con cerca de quinientas. Más de la mitad de ellas no llegan a los 16 años. La ONG Action Aid, de la que forma parte la española Ayuda en Acción, tiene un programa de atención a los hijos de las trabajadoras sexuales, como las llaman allí. Según sus datos, 280 niños y niñas pequeños viven en los burdeles con sus madres.

Historias de mujeres que tratan de sobrevivir
Cada trabajadora sexual tiene su propia historia en Bangladesh, aunque todas ellas son sórdidas y tristes. Shamol, director de la ONG Iniciativa para el Bienestar de la Mujer, que trabajan con Action Aid, explica que "la gran mayoría de las prostitutas empiezan a trabajar con menos de 15 años, por pobreza, por engaño o por secuestro y venta. Y una vez que empiezan, no pueden reintegrarse a la vida normal, porque son unas apestadas. Nosotros lanzamos nuestro programa de ayuda a las trabajadoras sexuales y a sus hijos hace ocho años y, poco a poco, vamos convenciéndolas para que nos los entreguen para que tengan una vida mejor. En nuestros dos centros viven 15 niños y 14 niñas, a las que damos educación y sacamos de ese ambiente terrible".

Dice que tiene 22 años, pero no debe de tener más de 16. Se llama Shirin o Sharmin, dependiendo del cliente, y lleva tres meses trabajando con una shardani o alcahueta en el burdel, a la que entrega todos sus ingresos. "Me queda un año de trabajo para pagar mi libertad", explica, "luego quiero buscar a mi madre, que no sabe lo que hago".

La que ya no tiene ninguna esperanza es Mina, 35 años, que fue vendida a la shardani más famosa de Dhaka con solo 12 años. "Me había ido de casa de mis abuelos, con quienes vivía desde que murió mi madre`, explica, `y me acogió una señora para la que trabajé de sirvienta en Dhaka. Pero un día me llevó a la casa de Nasha y me vendió. Estuve siete años, hasta que me enamoré de un cliente, Ami, que se quiso casar conmigo. Fueron mis únicos tres años de felicidad. Tuve un hijo, pero se murió a los cinco meses de neumonía. Además, se me gastó todo el dinero que tenía ahorrado, Ami se casó con una segunda mujer y me empezó a maltratar, así que decidí volver aquí, donde está mi vida". Lo dice con tristeza.

Para evitar estos casos, Action Aid tiene cinco refugios para niñas en Dhaka. Es muy poco para una ciudad de 16 millones de habitantes, pero las happy homes funcionan en barrios especialmente peligrosos llenos de zonas de chabolas, llamadas slums, que se hicieron célebres con la película Slumdog millionaire. Y las 150 niñas que han encontrado plaza están a salvo.

Los peligros de las niñas y de las mujeres no están solo en la calle. Como en otros países, en Bangladesh también hay violencia de género, con el agravante de que allí se utiliza el ácido como arma. Miles de mujeres viven con la cara o el cuerpo abrasados por el ácido sulfúrico que alguien tiró sobre ellas.

Nila tiene 17 años y es la líder de una organización de mujeres atacadas por el ácido, en la ciudad de Sirajganj, a unos 170 kilómetros al Norte de Dhaka. Tiene la cara y parte de su cuerpo quemados y ha decidido que va a dedicar el resto de su vida a acabar con esa salvajada.

"Me casé en 2006, con sólo 13 años, en un matrimonio arreglado por mis padres", explica con tranquilidad. "Mi marido era mucho mayor que yo, viajaba mucho a Arabia Saudí y cada vez que volvía me pegaba. Un día me dijo que nos íbamos a vivir a Riad. Yo me opuse durante muchos días, hasta que el 18 de febrero de 2008, llegó a casa con una botella llena de ácido y me lo tiró por la cara y todo el cuerpo", cuenta.

Los primeros casos se produjeron en 1994, precisamente en la zona de Sirajganj, un distrito en el que más de 500.000 personas trabajan en la industria de los telares. El ácido sulfúrico se utiliza para fijar los colores en los hilos de algodón y, aunque sólo puede comprarlo el que tiene una licencia, el ácido circula sin problemas por las calles. Gracias al movimiento que preside Nila los agresores están siendo juzgados con dureza y ellas confían en acabar con esos ataques.

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