Elegía a mi tortuga Milagros
Por Carlos Libedinsky | Para LA NACION
Hace unos días murió una tortuga de bien. No sé cuántos años tendría, pero tras haberla recogido abandonada estuvo más de 40 años con nosotros.
Llamaba la atención por su gran tamaño. Su caparazón tendría unos 35 centímetros de largo. Era un animal encantadoramente sociable. Cuando alguien de mi familia aparecía, iba hacia él abriendo su curiosa boca de ave para que le diéramos flores o manzanas, que era lo que más le gustaba, y agradecía estos mimos con repetidas caídas de ojos. Estas "caídas" en realidad eran "levantadas", dado que los párpados de estos seres están en la parte inferior del ojo, pero su efecto de seducción era el mismo.
Al principio, no tuvo nombre. Las tortugas son "tortugas" no son Blackie, Pluto o Candy, como los perros o gatos. Son mascotas como peces a quien nadie en la pecera las distinguiría con nombres propios.
Pero al poco tiempo la bautizamos Milagros en razón de su milagrosa supervivencia. Se cayó dos veces desde un murito del jardín y quedó dada vuelta largas horas meciendo sus patitas. Al volverla a poner en situación normal sin lesiones aparentes salió caminando como si tal cosa. Otra vez estando en un pastizal alto un auto pasó sobre ella sin ni siquiera rozarla. Finalmente, un día se deslizó por debajo del portón del jardín (sí, cual parafraseó Maradona, "se me escapó la tortuga") y fue encontrada caminando por la vereda por unos niños, quienes la reconocieron y devolvieron.
No daba ningún trabajo y me fascinaba su imperturbable serenidad.
Perfecta en sí misma, nunca tuvimos que alimentarla. Comía la dichondra del jardín que escogía entre la mezcla de pastos que conformaban el césped. Si no había dichondra, comía cualquier otra gramínea que encontrara.
Nunca supe su edad, pero estuvo 40 años conmigo y llegó a casa ya adulta, con el mismo tamaño que lució hasta su muerte.
No sé por qué, pero por la afinidad que tuvimos fantaseo que tendría mi misma edad. Nunca podré saberlo, se llevó de este mundo el secreto de su edad y también el de su género. Nuestra presidenta, que resalta siempre la inclusión de todos y todas, no sabría si llamarla tortuga o tortugo. Nosotros tampoco, pero su misterioso celibato no le impedía la feliz vida que parecía tener.
Su deceso deja un vacío que tardará en restaurarse, ya que, probablemente, nunca conoceremos a la princesa (o su sucedáneo más moderno) en la que, no dudo, se reencarnará.
Es frecuente el caso de gente que tiene tortuga en el jardín y que, por ejemplo, de pronto debe mudarse a un departamento la deja abandonada como uno de los enseres de la casa. Para ellos este silencioso animalito es poco más que una piedra decorativa en el jardín, que se mueve un poquito. No es para nada así, la tortuga es una criatura sensible y afectuosa, que puede comprender acciones sencillas y de una ponderable fragilidad en entornos inadecuados, de los cuales debe preservarse.
Ojalá este relato contribuya a la protección de estos quelónidos en peligro de extinción.
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