Los peces, los moluscos y los crustáceos son una fuente importante de proteínas nobles, vitaminas (A, B2, B3, B12 y D) y ácidos grasos; además, enriquecen la alimentación con preciosos minerales y oligoelementos como el fósforo, el potasio, el selenio, el yodo, el magnesio, el hierro y el cobre.
Al declararse la crisis de las “vacas locas”, muchos consumidores se dirigieron al pescado, convencidos de encontrar un alimento incontaminado respecto de la intervención humana, impulsado asimismo por campañas sobre la salud que desde hace algunos años recomiendan consumir alimentos que contengan omega-3. No es verdad, sin embargo, que un elevado consumo de pescado presente tan sólo ventajas: a este respecto habría que plantearse algunas interrogaciones, sobre todo por los riesgos que conlleva para algunas capas de la población.
En el curso de los últimos decenios, centenares de sustancias químicas peligrosas han sido vertidas en los océanos regularmente. Algunas de estas sustancias permanecen en el tiempo y se insertan en la cadena alimentaria. Los peces están en grado de bioacumular los contaminantes. La concentración de contaminantes varía según la posición del animal en la cadena alimentaria: los predadores concentran las toxinas en los tejidos, sobre todo en los grasos (bioamplificación), y tanto más si son viejos.
El metilmercurio, que provoca graves daños al sistema nervioso, está presente en los tejidos de los grandes predadores marinos comúnmente consumidos por el hombre, como el tiburón, el atún, el pez espada.
Asimismo, la dioxina y los policlorobifenilos (PCB), sustancias cancerígenas, están presentes en los tejidos adiposos de algunos tipos de peces.
Hay que ser prudentes también con los productos de la acuicultura intensiva, que hace amplio uso de desinfectantes, antibióticos y hormonas. Hay que desconfiar de los criaderos situados en países donde la reglamentación y los controles son laxos. Cuanto más haya sido transformado el pescado (conservas o semiconservas, surimi, pescado marinado, bajo sal, ahumado, desecado), más probable es el uso de aditivos: ácido benzoico, sulfitos, anhídrido carbónico, nitratos y otros polifosfatos condimentan alegremente estas preparaciones.
Leamos con atención la etiqueta de los preparados de salmón ahumado que hoy tanto abundan en los supermercados: ¿el salmón ha sido ahumado según lo natural, con madera, o contiene aroma de humo (indicado en la etiqueta con el inofensivo término “humo”), un derivado obtenido de la combustión y la absorción de humo en un líquido o en un polvo?
El pescado fresco, o congelado, por su parte, es víctima sobre todo de los “mantenedores de humedad” (sustancias que impiden la deshidratación) y de las “heladoras” (capas de hielo de cobertura), con las que se vende agua a precio de pescado. Seamos prudentes aun respecto del pescado que llega de lejos: no es raro que filetes de limanda nórdica o lomos de pez espada y otros pescados importados de Asia, hayan sido conservados en condiciones sospechosas y hayan sufrido una doble congelación que favorece la proliferación de bacterias a veces peligrosas.
No obstante, nada de paranoias: con la excepción de las mujeres encintas y de los niños, los beneficios de un consumo regular, si bien moderado y diversificado, de pescado y crustáceos, parecen superar con mucho los riesgos potenciales. ¡Existen otras buenas razones para evitar abrir una latita de atún todos los días!
Fondazione Slow Food per la Biodiversitá
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