Un destino diferente
Vivo en España. Un país donde el ensañamiento enfermizo hacia los bóvidos no sólo es legal, sino también aplaudido y subvencionado. Donde los toreros son considerados “héroes” y condecorados con premios por el Ministerio de Cultura. Donde miles de bovinos son cada año utilizados en las más bárbaras manifestaciones de maltrato animal, para jolgorio y regocijo de una pequeña parte de la población, con el respaldo de la mayoría de los partidos políticos que –supuestamente- nos representan y para vergüenza del resto de ciudadanos. Donde, paradójicamente, el animal que para muchos es considerado el “símbolo” de la nación, en vez de ser protegido y respetado, es masacrado impunemente de las maneras más sádicas inimaginables.
A Campanero le cuidan y le quieren como uno más de la familia. Convive en perfecta armonía con su familia humana, con perros y gatos.
Quizá por todo esto, uno de los días más emotivos de mi vida fue aquel en el tuve el privilegio de conocer a Campanero. Él es un toro de los que nuestra sociedad ha decidido denominar “de lidia”, sentenciando con este calificativo el destino de su estirpe a la más horrible y humillante de las muertes. Sin embargo, su vida ha sido, afortunadamente, muy distinta a la que tenían prevista para él.
Pedro, el que finalmente ha sido su cuidador durante 18 años, lo adquirió cuando era aún un añojo, para hacer una capea con sus hijos en el tentadero de su finca. Al acabar el espectáculo, decidió no matarlo para poder seguir divirtiéndose con él en posteriores ocasiones. Los primeros días le alimentó sin acercarse, dejándole, de lejos, la comida en un cubo. Hasta que un buen día decidió entrar con él en el establo para ponerle la comida, y vio que el animal no hizo intento alguno de dañarle. Desde entonces empezaron a fraguar una relación de confianza mutua, que nunca se ha quebrantado. Ahora Campanero es un toro feliz de 700 kg de peso, y Pedro, antes tan aficionado a la tauromaquia, ya no es capaz de ver una corrida ni en la televisión.
A Campanero le cuidan y le quieren como uno más de la familia. Convive en perfecta armonía con su familia humana, con perros y gatos. Pedro nos cuenta que, como cualquiera de estos últimos, Campanero sabe reclamar su atención para que le cepillen, le mimen y estén pendientes de él.“Alguna noche de tormenta -nos cuenta- la hemos pasado juntos en el establo, él con su cabeza apoyada en mi pecho, y yo abrazándole, para que se calmara. Es un animal muy sensible y los ruidos fuertes le asustan mucho”.
Si hay algo que impresionó de Campanero fue la placidez y la paz con las que me devolvió la mirada. Al acercarme me permitió, confiado, que le acariciase el pelo suave de su testuz, mientras me contemplaba con sus enormes ojos castaños llenos de curiosidad. Y se me hizo un nudo en la garganta al acordarme de los miles de toros, novillos y becerros iguales que él que cada año mueren en la más miserable agonía,desangrados, para que unos pocos puedan “divertirse”. Ese día me hice la promesa de no descansar hasta que todos sus congéneres puedan disfrutar también de sus vidas, sin que nadie los maltrate, los humille ni los torture.
Del esfuerzo todos y cada uno de nosotros depende que construyamos otro destino para estos animales, lejos de la arena de los ruedos. Que luchemos para devolverles los derechos que nunca debieron serles arrebatados. Que creemos espacios para protegerlos, y seamos capaces de admirar su belleza en la libertad de dehesas y santuarios. Que la tauromaquia sea pronto un mal recuerdo del pasado, y sólo aparezca en los libros de historia como una vergüenza a la que esta generación consiguió darle fin.
Virginia Iniesta.
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