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miércoles, 10 de marzo de 2010
"La historia de Sinforoso"
Cierto día, fui con el menor de mis hijos a buscar un conejo.
Queríamos tener uno en la casa, de manera que fuimos derechito a una veterinaria.
Sabíamos que los de ojitos rojos, no nos gustaban, eso sí lo teníamos claro. Al llegar, de inmediato nos enamoramos de uno con ojitos oscuros y blanco como un copo de nieve pura. Por supuesto que lo compramos con todos los chiches necesarios para el sustento, y demás. Ya le habíamos encontrado un sitio especial para su morada, era la antigua casa del perro que por esas cosas que tiene la vida, había dejado de existir. La casita de madera, amplia y fresca, con un colchón suavemente cálido para cuando lo necesitara de abrigo, nos pareció ideal. Le pusimos el nombre de: “Sinforoso”. Nos resultaba gracioso ese nombre, y sin más, pasó a integrar la familia. Don Sinforoso vivió muchísimos años, el triple de los que me había comentado el dueño de la veterinaria, que viviría. Dejaba sus “bolitas” por todas partes, pero era muy simpático y comprador. Mi marido decía que un conejo es “unineuronal” que no entendía nada y demás, sin embargo me daba cuenta que no era tan así. Sinforoso de inmediato sabía cuándo le llevaba la comida, y la esperaba feliz. También escuchaba cuando llegaban los chicos del colegio, y hacía ruiditos para bajar y compartir con ellos las travesuras. Era un animalito muy dulce y cariñoso. Pasaron los años…Una tarde, subí a verlo, pero me extrañó de inmediato que no pusiera el morro contra el vidrio al escuchar mis pasos. Al llegar, lo encontré acostado en el piso, sin poder levantarse. Me acerqué ya preocupada, y como en aquel entonces ejercía naturalmente ciertas dotes de chamana urbana sin darme cuenta, lo acaricié y supe qué era lo que tenía que hacer. No me pregunten qué fue exactamente lo que realicé, sólo puedo decir que le salió una especie de nube oscura por la cabeza. Casi enseguida, el conejo se levantó y fue como si jamás hubiese tenido nada. Más tranquila entonces, le dejé su comida y agua. Los días se sucedieron sin que volviera a estar en esas condiciones nunca más. Siguieron pasando los años. En aquellos tiempos era habitual en mí, hacer viajes cuando la ocasión así lo requería. En uno de ellos, fui con la mochila a Capilla del Monte, un lugar con una energía singular de Córdoba. Estuve fuera cerca de quince días. Cuando regresé, encontré a mi esposo sentado en un sofá de la sala. Dejé la mochila en el sillón, y me acerqué para besarlo. Luego me contó algo preocupado, que no lo veía a Sinforoso desde hacía días, le dejaba la comida en su lugar, pero ésta, quedaba intacta. Temía que le hubiera sucedido algo, y como el jardín del fondo tenía el césped y las plantas ya muy crecidas, no alcanzaba a verlo por ser pequeñito. Lo había llamado varias veces inútilmente, no se acercó ni una sola vez.
Me estaba contando todo eso, cuando de repente, veo que Sinforoso está detrás del vidrio. Había escuchado que llegué y se acercó como de costumbre. Así que salí para abrazarlo. Lo levanté como a una criatura, me miró con sus ojos oscuros, y le salió por primera y única vez un gritito, quedando luego muerto entre mis brazos. ¡Me había estado esperando durante días, para poder morir en mis brazos…!su grito fue, al tener un ataque en su corazoncito.
Que me digan después que los conejos son “unineuronales”. Tienen más capacidad de amor que varios humanos que conozco. Acá les dejo el relato que es verídico, como todos los que comento, mientras tengo el pecho contraído por la emoción que siento.
Cualquier animal, merece todo nuestro respeto y amor.
Maitri
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