jueves, 11 de octubre de 2012


Ser niño en las calles de Kabul

Un niño de la calle recoge latas como medio de subsistencia en Kabul.
La mayoría de los niños de la calle en Kabul han perdido a sus padres a causa de la violencia o de la adicción.
Su día comienza con una llamada a la puerta. A las seis de la mañana en Kabul, Nargis, de 10 años, va pidiendo pan por las casas donde viven los más ricos de la capital afgana.
El barrio de Sherpur, famoso por sus lujosas masiones, se alza en lo alto de la misma colina en que ella y su familia tienen su casa de adobe.
El día que la acompañé, todo el mundo le contestó que no tenía pan para darle.
"Hoy, un niño pequeño se me ha adelantado. Se lo ha llevado todo", explica en voz baja, antes de volver a casa sin comida para su familia.
Esta niña callejera, envuelta en su túnica rosa con adornos plateados, es la encargada de mantener a una familia con siete niños.
En la sociedad afgana sería una deshonra para las hermanas adolescentes de Nargis pedir en la calle y sus hermanos menores son aún demasiado pequeños.
Su padre, drogadicto, no puede o no quiere trabajar. Así que todos dependen de Nargis.

Técnicas de supervivencia

MOHAMED YOUSEF, FUNDADOR Y DIRECTOR DE ASCHIANA

Mohamed Yousef
"Hay cada vez más niños trabajando en la calle porque proceden de familias de refugiados que están regresando de Irán y Pakistán. Y dentro del país aún hay muchos afganos desplazados por la guerra".

Nargis es sólo una de decenas de miles de niños callejeros de Kabul.
Nacidos en un país desgarrado por tres décadas de guerra y con una economía dependiente del tráfico de opio, la mayoría han perdido a sus padres a causa de la violencia o de la adicción.
De día, zigzaguean entre el tráfico, sosteniendo en alto latas humeantes con incienso, paquetes de goma de mascar, o un trapo sucio para limpiar las polvorientas ventanas de los automóviles.
De noche, los adolescentes merodean aún por las principales rotondas, intentando vender tarjetas para teléfonos celulares.
Niños que, en lugar de ir al colegio, aprenden técnicas de supervivencia en estas peligrosas calles.
Con un arsenal de artimañas, que van desde sonreír hasta aprovechar un descuido, compiten por un puñado de billetes afganos o de dólares con los que llevar comida a las mesas de sus casas.
Y esta legión de niños de la calle no para de crecer.
"Hay cada vez más niños trabajando en la calle porque proceden de familias de refugiados que están regresando de Irán y Pakistán. Y dentro del país aún hay muchos afganos desplazados por la guerra", dice Mohamed Yousef, el fundador y director de Aschiana, una casa de acogida para niños de la calle.
Considerados un incordio, la mayoría les ignora o les ahuyenta. Sin embargo ellos se van haciendo mayores.
"Cuando llegan a adultos, siguen aprendiendo la ley de la calle", advierte Yousef.
"La mayoría de ellos tienen un talento pero se desaprovecha si no crecen en un ambiente positivo. Cuando éste es el caso, emplean sus habilidades para hacer daño".
Los adolescentes mayores se aprovechan de los niños más vulnerables a quienes utilizan en actividades delictivas. También son alistados por las redes organizadas que trafican con drogas y personas.

Drogadictos menores de edad

Nargis, entre varias alumnas en un centro para niños callejeros de Kabul
Nargis es una de las pocas niñas callejeras que tienen la suerte de acudir a clase durante unas pocas horas al día.
El número de drogadictos está creciendo rápidamente en Afganistán. Las últimas cifras indican que aumentó hasta 1,5 millones de personas. Un cuarto de ellos son mujeres y niños.
Entre ellos Omid, un chico de 13 años. Aunque él lo niega y asegura que ya no consume, sus párpados pesados parecen delatarle.
Entonces admite que inhalando pegamento su día a día es mucho más fácil. "Te sientes como si fueras un gigante. Te sientes más ligero, como si retiraran una pesada carga de tus hombros".
Pero una minoría de estos chicos tienen la oportunidad de pasar un rato al día en la escuela.
Aschiana, una ONG afgana, es uno de los pocos centros que les ofrecen la posibilidad de combinar su jornada de trabajo con unas pocas horas en clase.
Los mayores pueden aprender un oficio y los menores tienen la oportunidad de jugar, e incluso soñar.
Nargis es una de los pocos afortunados. Se sienta emocionada en el banco de madera de la primera fila, apretujada entre otras niñas.
Inclinándose sobre su cuaderno, delinea con sumo cuidado varias palabras en Dari, la lengua más hablada de Afganistán, y se escapa por momentos a un mundo que le promete un futuro mejor.
A Mahfouz, de 14 años, que conoce los nombres de los principales futbolistas del mundo, Aschiana le ofrece la oportunidad de olvidarse de sus preocupaciones y jugar al fútbol con otros chicos en una pequeña cancha vallada.

Padres ausentes

Mahfouz, de 14 años, un niño callejero de Kabul
Mahfouz lava autos a poca distancia del lugar donde recientemente estalló uno.
Mahfouz trabaja desde que tenía siete años. Su padre abandonó a su madre por otra mujer, convirtiéndole a él en el sustento de la familia.
"Nos arruinó", dice Mahfouz. "Ya éramos pobres, pero me tuve que poner a trabajar para ganar pan y mantequilla".
La calle en la que trabaja está a pocos metros del lugar donde hace poco un suicida se hizo estallar.
"Ahora no tengo miedo", asegura. "He vivido así la mayor parte de mi vida. Ya no soy un pequeño chico asustado".
Pero a pesar de sus aires de adulto, sólo tiene 14 años, algo que se nota cuando habla de la ausencia de su padre: "Yo y mis hermanos nos hemos criado sin el abrazo de un padre y eso es muy triste".
Nargis también se lamenta del comportamiento de su padre. Al igual que lo hace su madre.
"Si tuviéramos dinero, su padre podría asistir a un tratamiento de desintoxicación y no tendría que enviar a mi hija a pedir por las calles", dice con una lágrima en la mejilla la mamá de la niña.
"Me disgusta cuando veo llorar a mi madre", me confiesa más tarde Nargis, adoptando un tono valiente impropio de su edad. Pero pronto esa actitud se desvanece en un mar de lágrimas.
Al final de cada jornada, tiene que trepar por la colina hasta su casa.
De su hombro cuelga una vieja cartera de la que sobresale su cuaderno escolar. Del otro cuelga una gran bolsa de plástico llena de utensilios que ha encontrado hurgando en la basura.
Desde que nacen, los niños afganos como Nargis llevan a cuestas las peores herencias de la guerra.

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