Por qués y porqués
Hace unos días salía de mi piso para dirigirme a la facultad como todas las mañanas cuando, casualmente, miré al suelo y vi un camino de huellas de sangre. Las manchas rojas formaban en el asfalto la silueta de una pata perruna, y de un animal considerablemente grande además. Entre mancha y mancha había aproximadamente unos cincuenta centímetros de distancia, y el camino continuaba, a veces recto, a veces curvo, durante un buen trecho que se perdía a mi vista. Seguí las huellas.
Y para mí, señora, tener a un ser vivo con el cuello abierto de lado a lado a punto de morir de infección delante de mí es motivo suficiente para reaccionar. Después me preocuparé de mirar si es animal o persona
Mientras caminaba, mirando al suelo en todo momento y pendiente de no perder el rastro, la experiencia ya me iba aconsejando que me preparase: al final de aquel camino hallaría un pobre animal herido… o muerto. La experiencia me lo decía. Y me recordaba cómo tenía que actuar, cómo tenía que proceder. Yo sabía lo que quería hacer. Si el animal estaba herido, pediría ayuda y me quedaría con él hasta que estuviera en buenas manos. Pero bien podía ser que me estuviera dirigiendo a un cadáver, a uno de los tantos que a diario no lo consiguen y no llegan a la mañana siguiente. Estos pensamientos me invadieron durante los menos de cinco minutos que duró mi “rastreo”. Tras un par de curvas y un pequeño escalón, el reguero de sangre acabó; las huellas llegaban directamente a la puerta de una clínica veterinaria.
De camino a la facultad me puse a reflexionar: ¿Cómo explicar el alivio que sentí? Por el hecho de saber que aquel animal ya tenía alguien que se responsabilizaba de su vida (y que, por cierto, nunca iba a saber el susto que me había dado), de ver que él sí lo había conseguido, que era afortunado, que alguien había a su lado que se preocupaba de que viera el sol cada mañana… ¿Cómo explicarlo? ¿Cómo explicar que un día cualquiera, a las ocho de una mañana cualquiera, te puedes topar con una situación así y vas a decidir implicarte y preocuparte por una vida ajena a ti, cuya existencia antes desconocías? ¿Cómo explicar la sensación de alarma, de alerta, al ver esa sangre en el suelo y decidir de forma automática que vas a llegar hasta el final y que vas a ayudar a ese ser vivo sin importar nada más?
De camino en el autobús llamé a un familiar para contarle lo que me había pasado: quería compartir mi alegría y mi alivio, verdaderamente estaba feliz. Mientras relataba la historia a mi interlocutor, una señora sentada a mi lado me lanzaba miradas de burla y compasión. Estaba pensando: “Pobre imbécil; con lo mal que está el mundo y ella se preocupa por un perro que ni siquiera es suyo”. Y yo quise preguntarle a esa señora: “¿Y si hubiera sido un niño? ¿Y si hubiera sido una mujer maltratada? ¿Y si hubiera sido el borracho del barrio que se había metido en una pelea la noche anterior y estaba tirado en una esquina tratando de recuperarse de la paliza? ¿Y si hubiera sido un señor mayor que se había caído por la calle y se había arrastrado pidiendo socorro? ¿Y si, sencillamente, era alguien que necesitaba ayuda?”.
Quise preguntárselo, pero no lo hice. No lo hice porque sabía la respuesta que me iba a dar, esa respuesta que parece tan clara, lógica y sencilla que no se explica cómo todavía hay quien formula la pregunta. Esa señora me habría dicho: “Es que es un animal. Si hubiera sido una persona sería diferente”. Y yo, nunca conforme, tengo que preguntar que por qué. ¿Por qué? ¿Por qué son diferentes? ¿En qué punto exacto de nuestro complejo entramado moral se ha decidido desamparar a quien necesita ayuda por no ajustarse a la definición de “humano”? ¿En qué momento se decidió negar asistencia y socorro a un ser que se desangra en la calle, a un ser que agoniza durante horas mientras la cuerda consume sus últimos minutos de vida, a un ser que se retuerce impotente tratando de respirar mientras el agua va llenando sus pulmones, porque los ladrillos atados a sus patas le impiden salir a la superficie? ¿En qué momento perdimos el rumbo? ¿O tal vez nunca lo tuvimos? No lo sé. Pero yo quisiera ahora contarle a esa señora mi porqué. El porqué de mi alivio, el porqué de mi alarma, el porqué de mi alegría al descubrir el final de aquellas huellas.
Verá, señora, estoy cansada. Estoy cansada de oír que soy una hippie, que soy una perroflauta (nunca más oportuno el término), que estoy loca. Porque son animales. Usted me habla de personas, me habla de humanos, de cuántos niños mueren de hambre al día en todo el mundo. ¿Conoce usted la cifra de cuántos animales mueren de hambre al día en todo el mundo? ¿Acaso no es lícito, no es humano, ofrecer alimento y amparo a quien lo necesita? Verá, señora, estoy cansada de encontrar gente que me dice que no ayuda a los animales porque no le gustan. Esa es la triste realidad con la que nos topamos a diario quienes hemos elegido consagrar nuestra vida al último eslabón de esa cadena formada por víctimas de la miseria: el ayudar se asocia con un gusto obsesivo por los animales. Un gusto molesto, incluso, ya que no nos dejan dormir cuando se colocan en la puerta de casa gritando para que no asesinen al perro de la enfermera infectada por ébola. Déjeme contarle, señora, que no es así.
El porqué, señora, MI porqué, va mucho más allá de los gustos y de esa lacra especista que tanto nos envilece. Son seres vivos, señora. Más allá del vínculo emocional que cada cual pueda establecer con los animales, son seres vivos. Seres que sufren, que padecen, que lloran (¡sí, se lo aseguro!), que PIDEN ayuda. Más allá de lo que yo pueda sentir por ellos, más allá de mi nivel de implicación emocional que yo decida (o no) alcanzar, hay otro tipo de nivel de implicación, de compromiso con nuestro entorno y los miembros que lo forman. Existe una cosa llamada causa social a través de la cual uno se torna mejor persona. Existe algo llamado solidaridad y empatía que no entiende de especies. Y para mí, señora, tener a un ser vivo con el cuello abierto de lado a lado a punto de morir de infección delante de mí es motivo suficiente para reaccionar y hacer algo, para recogerlo, llevarlo a casa, curarlo, gastar mi dinero en médicos y medicinas. Después me preocuparé de mirar si es animal o persona.
El porqué de esto, señora, es ridículamente sencillo: estoy salvando una vida. Estoy aportando a ese ser y también al mundo cosas para cuya grandeza no existen palabras en ninguna lengua. Estoy contribuyendo a construir y no a destruir, estoy desarrollando un bellísimo respeto por la vida ajena, sin matices, sin condiciones. Si todos y cada uno de nosotros hiciera algo, por todos los eslabones de esa cadena, la miseria no tardaría en desaparecer. Pero es muy fácil sonreírse con suficiencia desde el asiento del autobús y luego llegar a casa y desperdiciar comida, por ejemplo.
Criticamos, insultamos y rebajamos a esas personas que han decidido aportar su grano de arena porque en vez de irse a África a ayudar a los niños se quedan aquí y ayudan a los animales. Sin embargo, para mí no hay diferencia, mujer. He hecho una elección. Y todavía hay quien me dice que si tal es mi grado de implicación y compromiso, que entonces soy una hipócrita porque ayudo a unos más que a otros. Déjeme preguntarle a quién ayuda usted. Yo dono ropa, comida, medicamentos, material escolar y además salvo vidas. Sí, salvo vidas. Vidas animales. Vidas que cuando logran ponerse de pie me lloran de agradecimiento y me entregan su corazón sin reparos.
Usted no sabe lo que es eso, señora. Así que borre esa sonrisa irónica de la cara. Porque la grandeza de espíritu se alcanza cuando se toma conciencia de que no hay barreras ni diferencias de especies. Se alcanza cuando, un viernes a las ocho de la mañana, uno decide responsabilizarse de una existencia ajena antes de saber siquiera si está viva o muerta. ¿Que por qué? Pruébelo. Y hallará la respuesta.
Ángeles Romero